Alguien me contó
acerca de un evangelista que, habiendo ido a un hospital con la intención de
orar por los enfermos, no se le permitió la entrada.
Entonces, creyendo que
Dios haría milagros en mucha gente enferma, oró por horas alrededor del
hospital. Puso sus manos sobre las paredes e invocó el nombre de Jesús, rogando
que el Señor sanara a muchos de los que yacían en camas dentro de las
instalaciones.
Lo sorprendente es que
aquél día fue dada de alta más de la mitad de los pacientes que estaban
ingresados.
La historia que narra la
Biblia en (Juan 5: 1-16) es la de un hospital: el hospital de Betesda. Un
hospital al aire libre ubicado junto a un estanque.
Sorprende la visión de
este hospital con tanta gente enferma, y sorprende que todos pertenecieran al
pueblo escogido de Dios. ¿Por qué?
La Palabra dice que “había una fiesta de los judíos, y subió
Jesús a Jerusalén” (v,1). ¡Pero el Señor se encuentra en Jerusalén con un
hospital!
Los judíos, por un lado estaban de fiesta, pero en el estanque de Betesda lo que había era muerte, dolor, miseria, desolación.
Es sorprendente que toda
esa multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos esperase el movimiento
del agua del estanque, cuando un ángel bajaba para agitarlas de tiempo en
tiempo.
Así que podemos imaginar
el cuadro de ese hospital a cielo abierto, con toda la multitud de enfermos
llorando, gritando, gimiendo de dolor, algunos por tantísimos años.
¿No es este un fiel cuadro
del hombre caído y de un mundo arruinado?
Y podemos imaginar el
patético espectáculo. De repente, aquella multitud de ciegos, cojos y
paralíticos estarían luchando entre ellos, arrastrándose como pudiesen,
golpeándose unos contra otros en un esfuerzo desesperado por ser los primeros
en llegar al agua.
Pero la Biblia nos muestra
un gran contraste entre las auténticas sanidades del Señor Jesús y las
creencias populares de la gente.
Decimos esto porque hoy
existen muchos lugares de adoración y peregrinación “supuestamente milagrosos”,
a donde acuden de tiempo en tiempo multitudes de enfermos de toda clase con la
esperanza de ser sanados por alguna creencia o tradición.
Y eso era lo que ocurría
en el hospital de Betesda. El hospital de Betesda era, en pocas palabras, un
reflejo de la miseria del hombre caído, y uno de los motivos por el cual Jesús,
el Hijo de Dios, había venido al mundo.
El Señor del cielo y de la
tierra tiene más poder que ningún ángel, o que cualquier supuesta agua
milagrosa. Él es capaz de sanar a los enfermos con su sola Presencia.
Hoy, muchos tienen puestos
los ojos en eventos que se dan de tiempo en tiempo, en supuestos estanques
milagrosos y hasta en cosas tales como ángeles o apariciones. Ellos están allí,
en el hospital de Betesda, esperando por años, haciendo colas anuales entre la
multitud, esperando su supuesta sanidad.
Y cuando llega Jesús, el
Señor de Gloria, y les dice: ¿Quieres ser
sano?, aún algunos dirigen sus expectativas de sanidad hacia el estanque
–como hizo el paralítico-, o hacia ciertas aguas milagrosas… pero no vuelven
sus ojos a Jesús, el milagroso Señor Todopoderoso, autor y consumador de la fe.
La Biblia dice que en aquél
estanque había una multitud de necesitados; pero cuando Jesús, el Hijo de Dios
llegó al hospital de Betesda, Él pasó desapercibido.
En realidad fue como si no
hubiese llegado nunca.
Todos ellos estaban en
espera de otra cosa, menos del Mesías bendito. Ellos estaban en espera del
ángel, del movimiento del agua, y de alguien que los metiese en ella el primero…
menos de Jesús.
El Señor Jesucristo deja
constancia en este hospital de algo muy importante: que la incredulidad o la
falsa adoración no podrá sanarnos nunca.
Es solamente Cristo, y
nadie más que Cristo, quien puede decir al enfermo: Levántate, toma tu lecho, y anda.
¡Bendiciones para todos!
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