El Sermón del Monte es mucho más que
una preciosa enseñanza: es una palabra transformadora.
Una
escena en un monte
Cierren sus ojos: imaginen a Jesús subiendo
las laderas de una colina que bordea el lago de Galilea; junto con él también
sube una multitud de gentes que le siguen.
Allí pueden ver a siríacos y galileos,
transjordanos y mucha gente de Jerusalén, de Judea y de Decápolis; y quizás,
entre ellos, a ciertos griegos, y aún a romanos piadosos.
La fama del Señor Jesús había prendido de
tal forma que, afligidos y atormentados, endemoniados, lunáticos y paralíticos,
acudían para ser sanados.
Por toda Galilea se difundía el evangelio
del reino de los cielos. ¡Jesús encarnaba la presencia de ese reino! “El reino de mi Padre que está en los cielos
–decía– se ha acercado: Arrepentíos”.
¡Cuán cercano se nos hacía en él el reino
de los cielos!
Así que, helo ahí, sentado sobre una
cátedra de piedra, mientras que sobre la hierba –hermosa gramilla– la multitud
era apacentada bajo su tierna mirada.
Ha comenzado a hablar: “Abriendo su boca les enseñaba”.
En los registros históricos no hay otro
Maestro como él: su voz, su presencia, su perfil, su gracia, no han encontrado
paralelo. ¡Cristo es único!
El Hijo del Dios viviente no ha encontrado
aula más solemne que la naturaleza de un agreste monte, una leve colina
suficientemente elevada para tan elevado discurso. Y ningún auditorio más digno
y selecto que el de los pobres de espíritu, los hambrientos pecadores, los
sedientos de justicia, podían oír con más agrado el ‘programa’ del reino de
Dios.
Cuando leemos: “Abriendo su boca”, nos parece que tal detalle tiene notable
repercusión. Porque su boca, al abrirse, y siempre que se abrió, fue para
declarar palabras que trascienden en el tiempo y el espacio. Palabras que aún
en este siglo de materialismo globalizado resuenan llenas de virtud y gloria.
¡Aleluya!
Sus oyentes de ayer, paisanos de humilde
condición, en su mayoría judíos habituados a los ritos y ceremonias, escuchan
por primera vez a la Fuente verdadera de donde fluye la gracia y la luz que
venía a este mundo: “El pueblo asentado
en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz
les resplandeció” (Mateo 4:16).
Helo ahí, sentado delante de ilustres
desconocidos, elevados ahora a la categoría de discípulos, transformados en
ciudadanos del reino de los cielos. ¡Oh, día bendito y memorable! ¡Día
formidable para oír la más grande palabra jamás oída! ¡Cristo llena todo el
ambiente!
La
voz de la libertad
Un pueblo sojuzgado bajo el Imperio de
Roma, sometido al arbitrio del poder temporal, considerado una sub-clase de
ciudadanos, aquel día oyen, por fin, la voz libertadora.
Oyen una voz consoladora, cuyo mensaje
redentor anuncia un reino que no tiene espacio ni lugar en la tierra: era el
reino espiritual sin límites que entraba en el corazón de los hombres que de
verdad aman a Dios.
Entonces, en oposición a los elogios que
reciben los violentos, los diestros y astutos, los abusadores, los triunfadores
bélicos; los arquetipos del pecado y la locura; los implacables, en fin, todo
lo que el mundo gentil celebra y aplaude, es puesto por debajo de quienes
tienen pobreza de espíritu y a quienes Cristo llama “Bienaventurados”.
Lo son, asimismo, los mansos, los
pacificadores, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia. ¡Cómo
desafiaban estas palabras a las fuerzas del mal!
Nada más opuesto a los reinos mundanos sanguinarios,
vacíos de piedad y sin misericordia, que hacen su propia justicia. Tales
palabras estremecían los corazones humildes.
Estaban oyendo lo que jamás se les había
revelado, porque siendo pequeños, sin letras y del vulgo, el Maestro les
enseñaba de tal forma que las palabras caían como lluvias de gracia en sus
corazones. ¡Se estaban abriendo las compuertas de la libertad gloriosa en
Cristo! Dios les estaba dando una nueva identidad, la filiación de herederos
del reino de los cielos.
Demandas
en la gracia
“Si
vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis
en el reino de los cielos” (Mateo 5:20).
Escribas y fariseos constituían una casta
religiosa. Eran celosos guardadores de la justicia según la ley, pero en sus corazones
no había sinceridad.
Ellos eran en lo externo, rigurosos, y en
lo interno, corruptos. Resultado: ¡hipócritas!
Así les calificaba el propio Señor Jesús.
La apariencia de piedad es comedia.
El hipócrita no es otra cosa que un
comediante de la fe.
Pero en el reino de los cielos las cosas se
establecen de otra manera. Como, por ejemplo, Cristo hacía estas demandas:
“Sed
perfectos como vuestro Padre …” (5:48)
“Alumbre
vuestra luz delante de los hombres …” (5:16)
“Buscad primeramente el reino de Dios …” (6:33)
“Buscad primeramente el reino de Dios …” (6:33)
“Haceos
tesoros en el cielo …” (6:20)
“Amad
a vuestros enemigos …” (5:44)
“No
os afanéis por vuestra vida …” (6:25)
“Corta
y echa de ti lo que te es ocasión de caer” (5:29,30)
“Antes de juzgar, saca la viga de tu ojo …” (7:1,5)
“Antes de juzgar, saca la viga de tu ojo …” (7:1,5)
“Sea
tu hablar; sí, sí; no, no …” (5:37)
Estas y otras demandas que encontramos en
todo el Sermón del Monte –y que merecerían una mayor exposición– son los
pilares fundacionales del reino de Dios.
Estas demandas de Cristo no están en
oposición a la ley (porque él no vino a derogar la ley, sino a completarla),
pero trascienden a ella.
¿Son acaso injustas y desmesuradas? ¿Están
fuera de lugar? ¿Se apartan de la gracia? No, de ninguna manera.
Considerando algunos aspectos de lo que
hemos señalado como demandas, veremos que en cuanto al carácter, perfectos; en
cuanto a la justicia, no por ser vistos; en cuanto a conocimiento, ser luz; en
cuanto a riqueza, tesoros en el cielo; en cuanto al amor, amando al enemigo; en
cuanto a juicio, juzgándose primero a sí mismo; y en el hablar, sinceros, leales
y auténticos.
Es en la gracia de su reino donde es
posible vivir en plenitud las mayores demandas. Su amor nos capacita. Su gracia
nos ayuda.
Ser
consecuentes: oír y hacer
“Cualquiera,
pues, que me oye estas palabras y las hace, le compararé a un hombre prudente,
que edificó su casa sobre la roca” (Mateo 7:24).
“Sed
hacedores de la palabra y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros
mismos” (Santiago 1:22).
Amados: Es hora de salir del campo de los
meros conceptos.
Bien puede ser que este discurso del Señor
afecte y conmueva como conocimiento, y no pase de ser (como lo ha sido para
ciertos famosos escritores y filósofos), un ideal inalcanzable.
Pero para un creyente es necesario el
cambio interior. Es el alma arrepentida y perdonada que se ha convertido a
Cristo; es la gracia de Dios que ha llegado a lo más íntimo del ser para
producir tales cambios en armonía con el reino de Dios.
Si es así, se manifestará el hombre
prudente que construye su casa sobre la roca. Roca que es Cristo, su palabra,
su fe, su piedad, su amor.
El oír tan bellas palabras en boca de
Cristo no es suficiente, aunque es el principio. El “hacer” estas palabras es
edificar la vida cristiana en terreno sólido, seguro y eterno. Esto es
sensatez. Esto es prudencia. Esto es llevar el reino de Dios a la práctica.
Ser consecuente con las palabras de Cristo
es oír y hacer: “Hágase tu voluntad, como
en el cielo, así también en la tierra” (Mat.6:10).
El
reino de los bienaventurados
¡Cuán preciosa bienaventuranza tiene todo
aquél que se goza en contener la vida de Cristo!
Una vez instalado Cristo en el corazón,
entonces el reino de Dios manifestará al perfecto de camino, al misericordioso,
al pacificador, al manso, al limpio de corazón, al que tiene la capacidad de
“refrenar todo su cuerpo” (Santiago 3:2), y de perdonar las ofensas como el
Padre nos perdona las nuestras (Mateo 6:14).
El reino de los cielos se asienta en el
corazón, y de él se manifiestan las gracias que ni la ley ni la carne pueden
operar.
Diciéndolo mejor aún: “El que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y
persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste
será bienaventurado en lo que hace” (Santiago 1:25).
El
fin del discurso
Terminado su discurso, la multitud
juntamente con Jesús, bajan del monte, admirados de su doctrina, porque habían
sido enseñados por uno que tiene autoridad y no como los escribas, que se
sientan en la cátedra de Moisés, y de los cuales el Señor dice: “No hagáis conforme a sus obras, porque dicen
y no hacen” (Mateo 23:3).
Los fundamentos del reino de Dios quedaban
impresos en los corazones, escritos en el Evangelio, y fluyendo como grato
perfume en los aires a través de los siglos para siempre.
Amén.
Aguasvivas.cl