Dios no nos salvó tan solo para
librarnos del infierno y llevarnos al cielo. Ese no es el propósito único de
Dios.
…quien
nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino
según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de
los tiempos de los siglos…».
(2ª
Tim. 1:9)
Nuestra
salvación
El versículo que acabamos de leer tiene al
menos tres conceptos muy importantes: «nos
salvó… nos llamó con llamamiento
santo… según el propósito suyo».
El autor de Hebreos dice que tenemos «una salvación tan grande»; es decir, la
salvación que Dios nos ha provisto en Cristo no solo contempla una área de
nuestra vida, sino todo nuestro ser.
A veces no dimensionamos la salvación que
Dios nos ha dado. Nos alegramos en la salvación, es cierto; nos regocijamos y
cantamos alabanzas al Señor con respecto a la salvación que hemos recibido,
pero no hemos considerado todos sus alcances.
La caída del hombre causó tantos estragos,
que hasta el día de hoy lidiamos con ellos, pero bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo que nos proveyó en Él un poderoso Salvador.
Nosotros estábamos muertos en delitos y
pecados, no podíamos acercarnos a Dios; pero su salvación vino a nosotros y
entonces nuestro espíritu fue regenerado por la obra del Espíritu, de tal
manera que hoy podemos volver a tener comunión con nuestro Padre. ¡Gloria al
Señor!
Salvación
y llamado
Así que es necesario que Dios primero salve
al hombre. Y luego, una vez que el hombre es regenerado, viene el llamamiento
del Señor.
Dios no podría llamarnos a realizar algún
servicio sin habernos salvado previamente. Por tanto, para todos los que han
sido y están siendo salvados por el Señor, hay ahora un llamado de parte de
Dios.
Él nos salvó, y allí nada tuvimos que hacer
nosotros. La salvación de Dios le corresponde sólo a Él.
Nosotros podemos decir ahora: «¿Señor, por qué me salvaste a mí?». Pero
esto es un asunto de Soberanía del Señor. Punto.
Damos gracias a Dios porque tuvo
misericordia de nosotros y nos salvó. Pero el llamamiento es distinto. En este
llamamiento, Dios espera de nosotros una respuesta; es una interpelación de Dios.
Naturaleza
de nuestro llamamiento
El versículo que estamos estudiando dice:
«…quien nos salvó y llamó».
Es interesante la acotación que hace aquí
el Espíritu, porque no es cualquier llamamiento. Dice que nos llamó con «llamamiento santo».
Así que es importante destacar que la
esencia del llamado radica en la santidad de Dios.
Hoy existen muchas instituciones y
organismos que convocan a participar en sus nobles tareas; pero, nosotros no
hemos sido llamados a participar de alguna ONG, sino en la iglesia, en la casa
del Dios viviente, en la habitación de Dios donde Él mora, donde Él quiere
sentirse cómodo.
Entonces, este es un llamamiento serio; por
tanto tenemos que asumirlo con responsabilidad, con compromiso.
Nosotros no vamos a responder frente a un
hombre con respecto del llamado que tenemos, sino delante de Aquel que nos
llamó, es decir, delante de Dios mismo.
El
peligro de relativizar
Tiempo atrás, tocante a la carta a los
Hebreos, se nos decía que juntamente con la exhortación va la enseñanza, pero
que también junto a la exhortación hay asociado un peligro. Y el peligro
asociado con respecto a nuestra salvación es que «descuidemos una salvación tan grande».
Quisiera tomar eso mismo para aplicarlo al
llamamiento. El riesgo es el mismo. Podemos relativizar nuestro llamamiento,
creyendo que no es tan importante. Pero el llamamiento que está sobre nosotros
es un llamamiento santo, serio.
Es cierto, tendremos pruebas, aflicciones,
situaciones complejas en la vida, tal vez nos queramos alejar de la comunión;
pero, hermano, recuerda, el que te llamó es Dios mismo, y a Él tendremos que
responder por su llamado.
El riesgo de relativizar nuestro llamado
consiste en creer que son otros los que tienen un llamado a servir, y no cada
uno de nosotros. Pero Dios nos ha llamado para que, en medio de esta
convulsionada sociedad, seamos la iglesia del Dios vivo, columna y baluarte de
la verdad.
No relativicemos lo que somos; esto es lo
que somos, este es el lugar que pisamos, la casa de Dios, donde el cielo se
encuentra con la tierra.
Y qué maravilloso es eso.
Este un lugar especial, de manera que no
podemos comportarnos livianamente, como si quien nos llamó fuese una persona
cualquiera.
Debemos andar como es digno de la vocación
con que fuimos llamados. Pero si este llamado de Dios no ha sido revelado,
impregnado por el Espíritu Santo en nuestro corazón, nada ocurrirá con
nosotros, no vamos a crecer.
Podremos tener muchas actividades
religiosas, rutinarias, pero no maduraremos nunca. Cuando hay revelación y
compromiso, entonces sí hay fruto para Dios.
¿Cómo se puede relativizar nuestro llamado?
Nosotros vivimos en un mundo donde la relatividad está de moda. El relativismo
es hoy el paradigma bajo el cual toda la sociedad se construye, según el cual,
lo bueno no es tan bueno y lo malo no es tan malo.
Entonces, nuestras normas morales se van a
amoldar a esa realidad, a esa contingencia. Así es el mundo, y nosotros
caeremos en aquellos riegos si no estamos cimentados en la fe y si esta palabra
no está revelada al corazón.
El
lenguaje de Asdod
En (Nehemías 13:23-24) hay algo interesante
que el profeta denuncia. Él dice: «Vi
asimismo en aquellos días a judíos que habían tomado mujeres de Asdod,
amonitas, y moabitas; y la mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod,
porque no sabían hablar judaico, sino que hablaban conforme a la lengua de cada
pueblo».
Aquí hay algo de suma importancia que es
digno de considerar. El pueblo de Israel cometió el pecado de relacionarse con
mujeres extranjeras y casarse con ellas, de tal manera que sus hijos olvidaron
su idioma nativo, y la mitad de ellos hablaba una lengua extraña; o sea, había
una mezcla de lenguaje.
Noten esto, no era un lenguaje único, no
era un solo idioma, estaban mezcladas la lengua de Asdod y la lengua judía. No
es muy difícil extrapolar esto a nuestra realidad. ¿Qué ocurre con nosotros?
¿Qué ocurre con nuestros hijos? ¿Cuál es el lenguaje que estamos utilizando?
Es un lenguaje mezclado, un lenguaje que
tiene trazas de espiritualidad y que sabemos aplicarlas y adecuarlas en cada
contexto. Por tanto, cuando estamos con los hermanos, hablamos de esta forma,
porque así se acostumbra a hablar o a orar aquí, con este tono de voz, con estas maneras.
Pero, ¿qué pasa en la parte exterior? ¿Qué
pasa en la universidad? Jóvenes, ¿qué hablamos con los compañeros? ¿Qué
lenguaje utilizamos allí? ¿Qué hablamos, de qué nos reímos? Pareciera ser que
allí nos olvidamos de quiénes somos, pareciera que olvidamos que tenemos un
llamamiento santo sobre nosotros.
Cuando relativizamos nuestro llamamiento,
una de las cosas que ocurren es que nuestro lenguaje se mezcla. ¿Sabe cuál es el idioma que debemos hablar siempre? El
lenguaje de Dios. Su palabra es nuestra palabra, su voz es nuestra voz.
No tenemos otro idioma, hablemos como Él
habla, donde sea, con quien sea, con los amigos, con nuestra familia, en todo
lugar. Que no haya mezcla en nuestro corazón.
El lenguaje representa también la identidad
de un pueblo. En Europa hay muchos países muy cercanos unos de otros; sin
embargo, cada cual tiene su propio idioma y eso lo hace diferente de sus
vecinos; le da una identidad. Una nación con un idioma mezclado, tiene un grave
problema de identidad.
Nosotros somos del reino celestial, somos
de Dios, somos la embajada de este reino aquí en la tierra. El Señor nos libre
del lenguaje de Asdod, para que podamos hablar solamente el lenguaje de
Jesucristo.
Llamamiento
con propósito
Volviendo a Timoteo, tenemos un llamamiento
santo, y esto es algo muy serio. Ahora, unimos esos dos conceptos, salvación y
llamamiento, y nos preguntamos: ¿Para qué Dios nos salvó? ¿Cuál es el propósito
de nuestra salvación? ¿Cuál es el propósito de nuestro llamado?
Vamos a decirlo primero en negativo: Dios
no nos salvó tan solo para librarnos del infierno y llevarnos al cielo. Ese no
es el propósito final de Dios.
Entonces, ¿Para qué nos salvó Dios?
Algunos podrían decir: «Hermanos, Dios nos
salvó para predicar a Cristo, para
evangelizar, para hablarles a otros acerca del Señor». Y sí, tenemos que
predicar, tenemos que hablar; pero ese no es el propósito final de Dios, no es
su objetivo último.
No confundamos ese propósito con la gran
comisión; la gran comisión es una tarea, pero no es el objetivo final.
Entonces, ¿cuál es el propósito por el cual Dios nos salvó y nos llamó?
Comunión
con su Hijo
Vamos a (1 Corintios 1:9): «Fiel es Dios,
por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro
Señor».
Entonces, ¿fuimos llamados a salir a hacer
cosas?
En primera instancia, no. Dios nos llama,
primero, a tener comunión con su Hijo. Para eso él proveyó una tan grande
salvación, porque él deseaba en su corazón tener comunión con nosotros.
Un versículo muy interesante de Apocalipsis
referente a Laodicea suele ser mal interpretado, especialmente cuando lo
relacionamos con aquellos que aún no creen en el Señor. «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la
puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).
Sin embargo, esta carta fue escrita a los
hermanos en Laodicea.
Los destinatarios no eran incrédulos, sino
creyentes en el Señor. Pero algo ocurría con ellos, que aún siendo creyentes,
el Señor permanecía fuera.
Eso tiene que ver con el propósito por el
cual Dios nos salvó. ¿Qué pasó con Laodicea, entonces?
Ellos no entendían que el propósito de Dios
para con ellos no consistía en que hicieran obras, ni en que disfrutaran de
bonanza económica, o de un activismo febril; sino en que Dios quería tener
comunión con ellos, porque para eso los había salvado.
Cristo
habitando
Veamos un segundo aspecto, en (Efesios
3:14-17): «Por esta causa doblo mis rodillas
ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en
los cielos y en la tierra, para que os dé, conforme a las riquezas de su
gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu;
para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones».
¿Cuál es el ruego de Pablo aquí? El apóstol
no está orando por los inconversos, sino por la iglesia en Éfeso, y ¿cuál es el
motivo de su oración? Él ruega al Padre para ellos sean fortalecidos en el
hombre interior por su Espíritu. ¿Para qué? «…para que Cristo habite por la fe».
La primera carta en Apocalipsis es a la
iglesia en Éfeso. Y el Señor da buen testimonio de ella. Ellos amaban a los
hermanos, hacían muchas cosas loables; pero hay algo que el Espíritu tenía en
contra. ¿Qué era? «Has perdido tu primer
amor». Eso es, has perdido el amor al primero que debe estar en tu corazón.
Es interesante que esta oración de Pablo
por la iglesia en Éfeso también se encuentre en el mismo sentir: «…para que habite Cristo por la fe en vuestros
corazones».
Nosotros podríamos decir: «Pero Cristo ya
habita en mi corazón, hermano. Hace tantos años que creo en el Señor, que
confesé su nombre. Por lo tanto, él ya habita en mi corazón».
Pero cuando Pablo escribe esta carta, Éfeso
es una iglesia que ya lleva años caminando. Ellos ya habían vivido muchas
cosas. Eran hermanos en los cuales la fe estaba presente, que se reunían todos
los días, que estaban haciendo actividades para el Señor, estaban predicando la
palabra.
Residencia
permanente
¿Cómo, entonces, el Apóstol Pablo ora para
que, en ellos, habite Cristo por la fe? Aquí no se está refiriendo a la
salvación.
Pablo no está orando para que sean salvos,
porque ya lo son. Entonces, hermanos, este habitar de Cristo va mucho más allá
de la salvación.
Habitar no es estar un tiempo de paso en
algún lugar y luego marcharse. Habitar es hacer de un lugar su residencia
permanente. Este era el ruego de Pablo, que el Señor morara en el corazón de
ellos de forma permanente. ¿Por qué enfatizamos este punto? Porque a veces
nosotros vivimos creyendo en el Señor, pero no con Cristo habitando en nuestro
corazón.
Usted me dirá: «Hermano, ¿pero se puede
vivir así? Sí, se puede vivir creyendo en el Señor sin que él necesariamente
esté habitando en nuestro corazón.
Que habite Cristo en nosotros, significa
que podemos vivir una vida cristiana en real dependencia del Señor.
Así como hay una diferencia entre un
creyente y un no creyente, así también hay una diferencia enorme entre un
creyente común y uno en el cual Cristo habita por la fe en su corazón.
Cristo
vive en mí
El corazón representa toda nuestra
personalidad. Nosotros lo dividimos en voluntad, sentimientos, emociones; pero,
en el fondo, nuestro corazón es nuestra personalidad, todo lo que somos.
Cuando Cristo habite por la fe en el
corazón, entonces él va a vivir por usted; entonces él va a tomar las
decisiones y no usted, porque él va estar habitando en el corazón.
Hermanos, es tan importante que
comprendamos este asunto por revelación. Esto constituye el punto más álgido de
nuestra carrera cristiana. De las revelaciones que Pablo tuvo, ésta fue la
mayor: que Cristo llegase a habitar en nosotros. Eso es lo que Dios quiere. No
quiere estar al lado como un orientador, no. Él no quiere solo influenciarnos;
él quiere vivir en nosotros, quiere dirigirlo todo.
Por eso, Pablo dice: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí». Ese es el fin. Dios nos
salvó para que Cristo habitara en nuestros corazones. Ese es el propósito de nuestra
salvación. Dios nos salvó para que Cristo sea el dueño de nuestro corazón, para
que él gobierne toda nuestra vida.
Dejemos que él haga morada en nosotros.
Espiritualmente, esto es así, pero muchas veces nosotros ponemos trabas al
Señor y no se lo permitimos. Tenemos nuestros cuartos secretos en el corazón,
donde Dios no tiene cabida, cerramos las puertas de algunas habitaciones y allí
él no entra, no está habitando como él quiere hacerlo; no está haciendo uso de
su habitación como quiere, porque nosotros lo restringimos, porque no le
dejamos libertad para que gobierne toda su casa.
¿Biografía
o experiencia real?
Cuando decimos que el propósito de Dios es
que tengamos comunión con su Hijo y que él habite en nuestro corazón, lo
podemos asemejar a esto: usted puede leer la biografía de un personaje y una
vez concluida la lectura puede llegar a creer que usted conoce a esa persona,
porque conoce la información esencial de la vida de ella.
A veces tratamos al Señor como si fuese un
personaje común, nos conformamos con leer su biografía, en los evangelios, en
las epístolas, y si alguien nos pregunta acerca de la vida de Jesús, podríamos
señalar algunos aspectos, y podríamos hablar acerca de él e incluso dar
detalles que otros no perciben.
Cuando alguien lee una biografía, cree
conocer a la persona, pero si llegase a tener un encuentro con la persona real,
quedaría completamente sorprendido, porque descubriría muchos detalles
imposibles de describir en una mera biografía escrita.
Aún
no es suficiente
Amados, no creamos que ya conocemos
plenamente al Señor o que ya es suficiente con la revelación que tenemos.
Demos gracias por todo lo que hemos
recibido de Él, pero nos va a faltar eternidad para contemplar y conocer a
Aquel que es el verdadero. No seamos osados en creer que ya le conocemos.
Hemos leído los evangelios, se nos han
abierto las Escrituras y hemos visto detalles de la vida de Jesús. Es bueno
hacerlo, pero eso no es base suficiente para decir que le conocemos.
¿Cuánto conocemos a aquel que nos salvó y
que nos llamó? ¿Cuánta comunión hemos tenido con él? ¿Tenemos intimidad con él?
Lo más maravilloso de todo esto es que Dios
quiere manifestarse a nosotros.
Él es el primer interesado en que tú le
conozcas. Él quiere revelarse. Pablo dice: «Agradó
a Dios revelar a su Hijo en mí». Eso
es revelación, no solo lectura intelectual de las Escrituras.
Tengamos experiencias con él, comunión
real, intimidad con él.
Amados hermanos, para esto Dios nos salvó,
para esto Él nos llamó: para tener comunión con nosotros, pero también para
habitar en nosotros, para hacer de nosotros su permanente habitación.
¡Dios les bendiga!
Aguasvivas.cl
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