Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso
su diestra sobre mí, diciéndome: No temas … y la primera voz que oí, como de
trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá…”.
(Apo. 1:17; 4:1).
El apóstol Juan, en el exilio, ha recibido una visión gloriosa del Señor
Jesucristo, y cae como muerto a sus pies.
Pero el Señor,
tiernamente, lo toca y le dice: “No temas”.
Luego le entrega
mensajes para siete iglesias. El panorama de ellas en ese entonces, con la
excepción de Filadelfia, no era muy alentador.
Juan debió estar
muy afligido por la decadencia a que habían llegado las iglesias en poco más de
cincuenta años.
Parecía ser que
la obra a la cual con tanto amor había dedicado su vida, había sido infructuosa.
¿Qué hacer?
¿Cómo revertir esa desgracia?
Entonces, mira a
lo alto. “Después de esto, miré, y he
aquí una puerta abierta”.
Gracias a Dios,
hay una puerta abierta en el cielo.
No es la puerta
de la salvación, la puerta estrecha por la cual pocos pueden entrar; no, es la
amplia y generosa entrada que el Padre ha dispuesto para quienes ya han sido
reconciliados con él por medio del Hijo de su amor, Jesús el Señor.
“…y la primera voz que oí, como de trompeta –no
es una voz débil, es la palabra de Su poder– hablando conmigo, dijo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que
sucederán después de estas”.
Bendito es el
Dios que se inclina hacia el hombre, polvo de la tierra, para llamarle y
decirle: “Sube acá”.
Por sobre todas
las vicisitudes de la hora presente, por sobre todas las
tribulaciones, resuena la voz magnífica: “Sube
acá”.
No mires, Juan,
al estado de las iglesias, no mires a las dificultades...“Sube acá”.
Todo lo que has
visto, lo que has padecido, es pasajero, es efímero.
No mires las
cosas terrenales, Juan, mira a los cielos. Entonces allí verás las cosas
reales, las cosas eternas.
Y la visión de
Juan es la misma que hoy, por la fe, se revela a nuestros ojos: “…y he aquí, un trono establecido en el cielo”.
Un trono firme,
inmutable y glorioso, al cual tenemos libre acceso por medio de Aquel que nos
amó.
Porque nuestra
alma está anclada al trono de Dios, en Jesucristo, nuestro Señor.
“…y en el trono, uno sentado”. Uno.
Y Él ni siquiera
es nombrado.
Pero es el mismo de ayer, de hoy y por los
siglos. Es el misterio que el mundo no conoce.
Los creyentes no
necesitamos mayor descripción de Aquel que es Santo, Santo, Santo.
Ante esta visión
gloriosa del que con tal amor nos llama, todas las circunstancias terrenales
pierden brillo.
Podemos
acercarnos confiadamente al Trono de Gracia.
Si levantamos
nuestros ojos de los problemas de hoy, y miramos a lo alto, y oímos su voz, y
subimos allá, en verdad veremos las cosas que han de suceder después de estas:
las cosas verdaderas, las cosas eternas.
Que el Señor
abra nuestros ojos espirituales para que podamos contemplar y gozarnos en las
cosas celestiales y no nos enredemos en los afanes terrenales.
Para que no
miremos a nuestro alrededor lamentando todo cuanto sucede en la tierra, sino
puestos los ojos en Jesús, el Autor y Consumador de la Fe.
“Subir allá”… mirar hacia los cielos y
avanzar al encuentro del Amado.
¡Bendiciones
para todos!
Aguasvivas.cl
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