Texto:
(Hechos 26:9-18)
Yo ciertamente
había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret; 10
lo cual también hice en Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los
santos, habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes; y cuando los
mataron, yo di mi voto. 11 Y muchas veces, castigándolos en todas las
sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los
perseguí hasta en las ciudades extranjeras. 12 Ocupado en esto, iba yo a
Damasco con poderes y en comisión de los principales sacerdotes, 13 cuando a
mediodía, oh rey, yendo por el camino, vi una luz del cielo que sobrepasaba el
resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a los que iban conmigo. 14 Y
habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en
lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces
contra el aguijón. 15 Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo
soy Jesús, a quien tú persigues. 16 Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque
para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas
que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, 17 librándote de tu
pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, 18 para que abras sus
ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de
Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y
herencia entre los santificados.
Un encuentro
Hay
un hombre aquí que tuvo un encuentro con el Señor y relata cómo fue ese
encuentro. De alguna manera, todos necesitamos tener un encuentro con el Señor.
Este hombre, Pablo, existió verdaderamente. Sus escritos, gran parte de nuestro
Nuevo Testamento, son un legado del llamado apóstol Pablo. Pero él no siempre
fue un apóstol; fue más bien un enemigo de la fe. Y aquí, con sinceridad,
cuenta cómo él había creído que era su deber «…hacer muchas cosas contra el
nombre de Jesús de Nazaret».
Recordemos
que el Señor Jesús había venido a este mundo, había predicado, había derramado
su sangre en la cruz, había sido sepultado, resucitado de entre los muertos y
ascendido a los cielos. El Espíritu Santo había venido; el evangelio estaba
siendo predicado, mucha gente se estaba convirtiendo al Señor. Y esto despertó
la oposición de mucha gente, especialmente de los religiosos de aquel tiempo.
Saulo
era un fariseo fanático; él consideraba su deber detener la propagación de esta
«secta». Y esto lo hizo en Jerusalén, porque allí era donde los apóstoles y la
iglesia predicaban, la gente se convertía, había milagros, todo lo cual
inquietaba a la tradición judía. Pero él era un opositor, y lo que hizo no fue
pequeño. «Yo encerré en cárceles a muchos de los santos…».
Los
santos eran aquellos que habían creído y recibido la palabra del Señor. Y por
esa razón los encerró en cárceles. Y muchas veces los castigó en las sinagogas.
Y dice: «…los forcé a blasfemar». Esta debe haber sido una tortura cruel. Una
blasfemia es una palabra maligna contra Dios. «…y enfurecido sobremanera –Una
ira tan grande, una odiosidad tan grande– contra ellos, los perseguí hasta en
las ciudades extranjeras».
«Ocupado
en esto –¡En esto ocupaba su vida!– iba yo a Damasco». Iba con poderes, con
comisión de las autoridades, de los sacerdotes. Y como al mediodía, una luz del
cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, lo rodeó a él y a su comitiva. Y
el mismo Señor se le aparece: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». ¡Qué
tremenda visión!
¡Qué
tremenda misericordia hay en ese acto! El Señor está interesado no sólo en
defender a los cristianos perseguidos; aquí hay un acto de amor precisamente
para quien está actuando en contra de sus hijos: «Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón». ¿Qué significa esta
visión? ¿Qué significa este encuentro? Pablo estaba persiguiendo personas de
carne y hueso. Y aquí aparece Alguien, luminoso, y esa luz y esa voz hacen que
él caiga a tierra. Entonces, no tiene más que decir: «¿Quién eres, Señor?». ¡Y
es el mismo Señor Jesús! «Yo soy Jesús, a quien tú persigues».
Perseguidor vencido
¿Cuál
es el hecho concreto aquí? ¡Que el perseguidor resulta vencido por su
perseguido! ¿Qué se supone que tendría que haber ocurrido? En nuestra lógica
humana, nosotros lo destruimos. Y el Señor, poseedor de todo poder y autoridad,
podría haberlo pisoteado – no sólo derribarlo a tierra. Pero, en vez de hacerlo
sufrir, lo salva; en vez de aniquilarlo, le muestra su amor. ¡Qué bueno es el
Señor!
Aquí
se enfrentan dos personas: un Saulo de Tarso enfurecido y perseguidor; y la
otra persona es el Hijo de Dios, Jesucristo el Señor.
¿Alguien
se siente con problemas de conciencia, por no haber hecho lo correcto delante
de Dios? He aquí alguien que hizo lo absolutamente incorrecto, en forma
decidida. Si existió un pecador grande, aquí está, y en una forma de pecado que
merece la condenación más grande.
Sin
embargo, el Señor Jesús vino a este mundo no para condenar, sino para salvar.
Teniendo todo el derecho de juzgar y castigar, todo lo que hace es recuperar el
corazón de este hombre. Aquí se muestra claramente ante nuestras conciencias
que, al peor de los pecadores, el Señor se le aparece en persona, para
recuperarlo.
Esto
es lo que Dios quiere con todos los hombres. Él no quiere condenarlos; todo lo
que quiere es recuperar al hombre. La próxima palabra es: «Pero levántate…».
Después de estas palabras, ¿qué esperaba Saulo? Derribado en tierra, el que
había dedicado su vida, sus energías, toda su fuerza para combatir contra este
Nombre, podía esperar cualquier cosa, menos una palabra amigable.
La
próxima palabra, o el próximo acto del Señor Jesús, pudieron haber sido
terribles para él. Imagínese que usted es descubierto en el acto más
vergonzoso, y que al mismo tiempo este acto ofende gravemente a la persona que
nos descubre. Más aun, resulta que esta persona tiene toda autoridad, tiene todo
poder; no depende de tribunal alguno pues él mismo puede, legítimamente, tomar
la justicia en su mano.
Imagínese
que usted ha traicionado a alguien, y la persona traicionada lo descubre a
usted en el acto mismo de la traición. ¿Qué le espera a usted? ¿Cómo mira usted
a aquella persona? Y usted no tiene derecho de apelación, no hay abogado, nadie
puede defenderlo, ¡nadie! Porque esa persona tiene además todo el derecho de
ejercer su propia justicia, de tomar venganza, de darle su merecido en ese mismo
instante. Tendríamos, sin duda, un rostro de espanto, de horror.
Volvamos
a Saulo de Tarso. Todo lo que él había combatido como mentira, resulta que
ahora, ante sus ojos, ¡todo es verdad! Todo lo que los cristianos habían
predicado, todo era verdad. La verdad estaba presente allí. Esteban, mientras
era apedreado, había dicho palabras como éstas: «He aquí veo los cielo
abiertos, y al Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios…», y Saulo escuchó
todo eso, y consintió en aquel martirio. Ahora tiene frente a él, en ese mismo
instante, ¡nada menos que a Aquel que había sido visto sentado a la diestra de
Dios!, y él era culpable de obligar a los hombres a blasfemar contra este
Nombre. Ahora está aquí, frente a él. ¡Qué espanto!
«Pero, levántate…»
«Pero…».
Qué precioso es este «Pero…». Pablo está esperando que en ese momento le caiga
todo el peso de la condenación. «Pero levántate…». ¡Qué alivio! Seguramente se
levantó temblando de pies a cabeza. «…levántate, ponte sobre tus pies; porque
para esto he aparecido a ti».
¿No
es ésta una buena noticia? El Señor se acerca a nosotros, no para aplastarnos
por lo que merecen nuestros hechos, sino para levantarnos. ¿De qué nos tiene
que levantar el Señor en este día?
Pablo
iba a ser un apóstol; pero, más que la comisión personal, ¿qué es lo que se le
dice? «Te libraré de tu pueblo y de los gentiles a quienes ahora te envío,
librándote de tu pueblo». Es decir, ‘Tú eres parte de un pueblo que me rechazó,
eres parte de un pueblo que me condenó, que me llevó a la cruz, eres parte de
una sociedad que dijo: ¡Crucifícale, crucifícale, y suelta a Barrabás! Tú eres
parte de un pueblo que me ha rechazado y despreciado’.
«…levántate,
y ponte sobre tus pies». ‘Yo te libro del pueblo que me desprecia, te libro de
la sociedad que me rechaza, y de los gentiles a los que ahora te envío’. Los
gentiles éramos el resto del mundo, ignorantes e idólatras. Entonces somos
librados, por un lado, de quienes han rechazado al Señor y, por otro lado, de
quienes sin rechazarlo simplemente lo niegan.
«…los
gentiles, a quienes ahora te envío». Qué bueno que el Señor, por amor a todos
nosotros, nos envió un hombre (Pablo), que tuvo un encuentro con él, para que
nos aclarara la verdad, y para que su testimonio sirva para que nosotros
también le conozcamos. «Te envío…». Esta palabra es el mensaje para nosotros
ahora. Dice el Señor: «…te envío para que abras sus ojos». Recordemos que está
hablando el Señor Jesús. Cuando él nos mira, cuando él ve al hombre, ve ciegos.
Toda
la creación nos habla de las maravillas de Dios – una noche estrellada, por
ejemplo. Pero el hombre no ve al Creador. Los grandes pensadores y científicos
de este mundo han dicho que «en medio de todos los descubrimientos de la
ciencia, no hay lugar para Dios». O sea, el hombre más sabio e inteligente ante
los ojos de los hombres, es un ciego en lo que a Dios se refiere.
Cada
mañana cuando el sol se levanta y nos da la temperatura perfecta y apropiada
para la vida. ¿Quién hace eso, sino el Señor? ¿Y quién le dio a usted
inteligencia y sabiduría para desarrollarse en la vida? ¿Quién le dio al hombre
la cordura? Pero el hombre no lo ve. ¿Quién le dio a usted ese hijo por quien
usted se desvive? Esa mirada, esa sonrisa del niño, ¡Dios se lo dio! Pero Dios,
que merece toda gratitud por sus dones, por la creación que nos habla cada día,
¿cuánta retribución recibe de nosotros?
El
hombre vive ignorando a Dios, el hombre vive como si no hubiera Dios. Entonces
es necesario que se le abran los ojos; pero no estos ojos físicos, sino los
espirituales, que le permitan ver al que no se quiere mostrar visible. No, Dios
escogió que esto fuese por fe. Yo era un ciego, y ahora veo. Nosotros no
podríamos alabarle como lo hacemos si el Señor no hubiese abierto nuestros ojos
para ver su amor, su paciencia, su gracia.
«…para
que abras sus ojos, para que se conviertan…». Esto quiere Dios: que se
conviertan. Aquí habla el que tiene autoridad, Aquel por cuya causa todo fue
hecho. Habla el Rey, el Señor; aquí habla el que conoce el presente y el
futuro, el que sabe lo que le espera a tu alma y a mi alma, frente al trono de
Dios, en aquel día.
Él
lo sabe todo; nosotros no sabemos nada. Lo único que nosotros sabemos es que
habrá una mesa servida en casa, una película en la noche y habrá que trabajar
mañana. Vivimos en el tiempo y en el espacio de las cosas pequeñas que nos
ocurren cada día; pero no sabemos lo que viene. Si no nos convertimos, no
sabemos lo que nos espera. Pero el Señor nos abre los ojos y él quiere que los
ojos abiertos nos lleven a la ‘conversión’. Este es un lenguaje militar. Cuando
los militares marchan, la conversión significa cambiar la dirección de la
marcha en sentido opuesto.
O
sea, vamos por un camino que no es grato a Dios, y usted no necesita que yo lo
convenza de eso, porque usted lo sabe. Pero lo que el Señor quiere es que
cambiemos de dirección. Si hasta aquí su vida le estaba volviendo las espaldas
a Dios –porque usted va por su propio camino–, convertirse significa que
dejamos nuestro propio camino y nos volvemos a Aquel que está esperando, no para
condenarnos, como acabamos de leer, sino para salvarnos, para rescatarnos, para
levantarnos.
De las tinieblas a la luz
Y
aquí dice: «…para que se conviertan…». ¡Qué información más valiosa es esta! «…
de las tinieblas a la luz». Aquí concuerda la ceguera con las tinieblas. Porque
el ciego no ve; y porque no ve, tropieza. Seamos claros, todos hemos tropezado
alguna vez. No estoy hablando de una piedra en el camino – hemos tropezado en
la vida. Quizás, sería demasiado decir: ‘Que se ponga en pie el que nunca ha
tropezado, el que nunca ha pecado’. No se levantaría nadie, y si alguien se
levanta, no le creeríamos.
En
tinieblas anduvimos; no conocíamos la luz. Y el que se aparece a Saulo de
Tarso, lo rodea de luz, pues la luz es Él mismo. Bastó su presencia para que la
luz sobrepasara la luz del mediodía. «…para que se conviertan de las tinieblas
a la luz».
Y
la próxima frase, la leo sin temor, porque es la palabra de mi Rey. No puedo
acomodar palabras, porque este mensaje no es mío. Ustedes pueden darse cuenta,
quien habla aquí es el Señor Jesús. «…para que abras sus ojos, para que se
conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios». Sin
metáfora, sin rodeos, el Señor que conoce la verdad, él lo sabe todo. Él sabe
que las tinieblas tienen ‘alguien’ que las preside.
El
Señor Jesús es la luz y él preside en el reino de la luz, en el reino de Dios.
Quien no está con Jesús, quien no está con la luz, está con las tinieblas. Y el
que está en tinieblas, está bajo una potestad, está bajo el gobierno de alguien
que lo obliga a ser de una determinada manera; su responsabilidad es parcial,
no total. Usted es responsable de lo usted ha hecho en toda su vida, pero su
responsabilidad es parcial, porque si usted tiene una ceguera y no ve, entonces
usted no sabe lo que hace.
Usted
y yo no sabemos lo que hacemos; si supiéramos, nosotros adoraríamos a Dios.
Desde la cruz, nuestro Salvador dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen». ¿Y qué estaban haciendo los hombres? ¡Estaban crucificando al Salvador,
al Señor! Cada vez que alguien rechaza al Señor, cada vez que alguien combate
al Señor, que pone una barrera contra Cristo en su corazón, no sabe lo que
hace. El hombre no sabe lo que hace; cree que sabe, se cree inteligente, pero
en realidad no sabe lo que está haciendo. Pero hay una potestad que lo mantiene
allí y él no lo sabe.
Pero
aquí, en esta ocasión, camino a Damasco se enfrentan dos potestades. El poder
de las tinieblas enfrentado por el Rey de la luz. Sabemos quién ganó – el
Señor, con su sola presencia. No tuvo que sacar una espada, no envió ángeles;
bastó su presencia. Recordemos que el Señor ya había vencido; en la cruz, ya le
había dado el golpe mortal a Satanás. Y ahora aparece el Señor para salvar a
los que están bajo esa potestad y le dice: «Levántate, conviértete, de la
potestad de Satanás a Dios».
No
hay contraste más grande que éste: ser librado de la potestad de Satanás, no
para ser parte de una religión más, ¡sino para encontrarnos nada más y nada
menos que con Dios mismo!
Cuando
el Señor Jesús se aparece en el camino a Damasco, rescata a un hombre que
estaba bajo la potestad de las tinieblas, para que venga a ser de Dios. Ahora
será un hombre de Dios, un hombre que estará en paz con Dios, un hombre que
tendrá a Dios en su vida. El Dios despreciado, el Dios que no ha recibido
nuestra adoración como se la merece, desde ahora nos tendrá por hijos. Él será
nuestro Padre, nuestro Dios. ¡Qué gran salvación es ésta!
Perdón y herencia
Y
sigue, sigue. Nosotros necesitábamos esta información, porque el evangelio es
una buena noticia, es una buena nueva, ¡porque esta información nos conviene!
El Señor está diciendo: «…para que reciban por la fe que es en mí, perdón de
pecados». O sea, al Señor se le recibe por la fe.
Cuando
el Señor nos ve, dijimos, él ve al hombre ciego. Pero, además de ciego, lo ve
en pecado. Pero, reiteramos: el Señor no viene para aplastarnos por ello, viene
a ofrecernos el perdón de nuestros pecados. «…para que reciban». ¿Cómo no
recibir lo que él nos ofrece?
«…para
que reciban perdón de pecados». En nuestros días, la palabra ‘pecado’ no está
en el vocabulario de nuestra sociedad. Se usa de forma muy liviana, casi como
chiste. Hoy, la gente habla del error, de la falta, de la falla, de la debilidad
humana. Pecado tiene sentido sólo cuando te acercas a Dios. Cuando nos
acercamos a Dios, lo primero que descubrimos es que somos pecadores. Sin
embargo, el Señor se aparece para ofrecernos su perdón. «…para que reciban, por
la fe que es en mí, perdón de pecados». ¡Para que lo reciban!
Esto
de recibir, me recuerda la tierra. Nuestros campos siempre están produciendo
algo. Si no sembramos una buena semilla en el campo, crecerá la maleza, el
cardo, la zarza. Alguien diría: ‘Nadie la plantó’. No, alguien la plantó. Esa
tierra recibió la semilla de la maleza, y se llenó de maleza, y se volvió
inútil; todo lo que tiene es maleza. Pero hay otra tierra. Hermano, esta tierra
que es tu corazón tiene que recibir buena semilla. Según la semilla que reciba,
así producirá. Si hasta aquí sólo has recibido maleza, en tu vida no hay más
que maleza, y has estado cosechando maleza –amargura, tristeza, quebranto–, y
te ha ido mal, porque tu tierra sólo ha recibido semilla maligna. Pero el Señor
hoy nos está hablando, y él quiere que recibamos esta buena semilla.
«…para
que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados». ¡Qué precioso! Como el
Señor dice: ‘No vengo para castigar tu pecado, vengo para perdonarlo. Me
aparezco a ti y te veo en todos tus pecados, Saulo, tú has colaborado para
apartar a la gente de mí, has estado en compañía de los que me rechazan, de los
que me menosprecian. Vengo a ti, y te descubro en tu maldad. Tú llevaste a unos
a la muerte, a otros a blasfemar, pero yo he venido a ti para salvarte’.
¿Cuánta
de esa furia, de esa malignidad, está en usted? Y tal vez usted sea de aquellos
que ni se soportan a sí mismos. Pero apareció el Señor, ¡Aleluya!, no para
condenar al hombre que estaba en sus pecados; apareció como Salvador, para
levantarlo, para perdonarlo, para restaurarlo. ¡Qué buena noticia es ésta! El
Señor, hoy, aquí, está ofreciendo lo mismo. El Señor pone a tu disposición el
perdón de pecados, que se recibe por fe, sólo creyendo en él.
Pongamos
como figura una persona endeudada. ¡Cuán endeudado estaba Saulo con Cristo! Él
lo hacía creyendo que era su deber, y muchas veces castigó y persiguió a los
cristianos. Este hombre sí que estaba endeudado. Se levantaba pensando: ‘¿Qué
voy hacer ahora? Ah, iré a Damasco y allá seguiré persiguiendo’. Se endeudó y
se endeudó. Ahora, aunque vendiese su vida, no lograría pagar su deuda.
Imagínense
la persona más endeudada de la tierra, y viene alguien que le dice: ‘Yo pago tu
deuda, te perdono la deuda’. ¿Qué tendría que decir ese hombre? ¿Acaso diría:
‘No, no; regrese otro día’? ¿No sería eso una locura?
El
acreedor, justo la persona con quien tú te endeudaste, él mismo te dice: ‘Te
ofrezco el perdón de toda tu deuda’. Yo creo que esta persona no haría nada más
que correr y abrazarlo, agradecido. ‘¡Me perdonó toda mi deuda!’. ¿Y acaso no
es esa la condición del hombre frente a Dios? Estamos tan endeudados, ¿cómo
vamos a pagar? Pero el Señor dijo: «…que reciban, por la fe que es en mí,
perdón de pecados».
Como
si eso fuera poco, hay algo más: Supongamos una persona absolutamente
endeudada, que no tiene ni cómo comprar pan, porque su deuda es muy grande. Y
el mismo día que se le dice: ‘Ya no hay más deuda’, él pregunta: ‘No debo nada,
pero, ¿con qué compro pan hoy?’. Mira lo que dice: «…para que reciban, por la fe
que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados».
El
Señor es tan maravilloso que no sólo me perdona toda mi deuda, sino que además
me enriquece, me da una herencia. ¿Y cómo será la herencia? ¿Acaso el Señor me
va a dar un sueldo mínimo? Hermano, dice la Escritura que los creyentes somos
herederos de Dios y coherederos con Cristo Jesús. La herencia que recibimos es
la vida de Cristo, poderosa en nosotros para guardarnos.
Mucha
gente dice: ‘¿Sabe?, yo no quiero ir a las reuniones porque, claro, puedo ir
una vez o dos; pero, y después, ¿quién me asegura que no volveré a caer?’.
¡Cuánta gente piensa así! Ese es uno de los argumentos religiosos que más usa
Satanás para engañar a los hombres. ‘Yo puedo recibir al Señor; pero, ¿y si
después voy a serle infiel? Mejor me quedo como estoy’.
Ese
es el concepto que el hombre tiene. ¡Pero el evangelio contiene las dos partes!
Cristo no sólo te perdona, ¡también te enriquece! Porque yo no tenía la vida de
Dios antes; entonces, todo lo que hacía era pecar y pecar. Pero, desde que
llegué al Señor, él me ofreció el perdón de mis pecados y me dio herencia.
Ahora hay una vida poderosa dentro de mí, que me sostiene cada día. ¡Gracias,
Señor, por tu gran amor!
Llamado vigente
Estas
palabras son palabras de nuestro Señor. Usted ha escuchado esta mañana a un
hombre con todos sus defectos, pero este hombre no es más que el transmisor.
Esta voz vino del Señor. El Señor vino a la tierra. No mandó a buscar a Saulo
para que fuera a una oficina; vino a donde él estaba y lo encontró en su
pecado, en su frustración, lo encontró bajo la potestad que lo gobernaba.
¿No
será que alguno de ustedes esté en una condición semejante? ¿Será que hay una
furia incontrolable? ¿Será que hay un apetito incontrolable? Quizás, hay cosas
que usted no puede evitar. Sí, porque ha estado esclavo, y además, ha estado
participando de una sociedad, que continuamente blasfema, desconoce y desprecia
al Señor. Y usted ha sido parte de este sistema.
Pero
el Señor nos llama para librarnos. Viene a nosotros trayendo perdón y luz,
trayendo herencia, y un nuevo comienzo para la vida.
Recuerde
que este Señor no ha cambiado. El Señor está aquí hoy, de la misma manera como
estuvo en el camino de Damasco, y está hablando las mismas palabras. Estas
palabras no han perdido vigencia. ¿Ceguera? Por supuesto, en nuestros días hay
gran ceguera. ¿Tinieblas? Mucha gente hoy vive en tinieblas, esclavos
enfurecidos bajo la potestad de Satanás, eso es verdad. Pero el Señor viene
para traernos de vuelta a él; no para condenar, sino para salvar.
¿Qué
te dice el Señor? «Levántate… y recibe». Esa palabra es para ti. No te quedes
más enredado, postrado, no te quedes más sin Dios. ¡Esto te pasa porque estás
sin Dios! Hay que convertirse de la potestad de Satanás a Dios. El Señor es el
que ordenará tu vida, él sanará tu vida, el Señor pondrá en orden tu vida. Te
dará perdón y herencia; vida nueva, para que vivas con él, para que estés con
él.
La
conversión es hacia Dios, la entrega es para recibir al Señor, la apertura del
corazón es para que entre la luz, para que de hoy en adelante, el Señor esté
presente en tu vida. Él mismo es tu Salvación.
¡Gracias
Señor!
Aguasvivas.cl
Muy buen mensaje gracias.
ResponderEliminar