La gracia de Dios
era desconocida antes que viniera el Hijo de Dios.
El Señor Jesucristo nos mostró, no sólo en
sus palabras, sino también en sus obras, cuánto Dios nos ama. He aquí una
pequeña muestra de ello.
La gracia de Dios es el amor de Dios que se
derrama hacia el hombre sin exigir nada a cambio. La gracia es más que la
misericordia y que la bondad. La gracia no se conoció en la antigüedad, porque
sólo se manifestó cuando el Señor Jesucristo vino al mundo.
En efecto, la gracia de Dios se desplegó,
abundante, en la persona del Señor Jesús, y en sus hechos magníficos. Su
caminar en la tierra fue el cumplimiento de su propia palabra: “Más
bienaventurado es dar que recibir” (Hch.20: 35). Sus detractores le acusaban de
ser “amigo de publicanos y pecadores” (Mt.11: 19). Pero esto, que ellos
proferían como una ofensa, era, en verdad, una maravilloso rasgo de su
carácter. Él vino a ponerse al alcance de los pecadores.
Así fue con los judíos, y también con los
gentiles. El Señor dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn.6: 37).
Pero aún más, el mismo Señor fue al encuentro de las personas. Fue así con la
mujer encorvada (Lc.13:12), el paralítico de Betesda (Jn.5:6); con la mujer
samaritana (Jn.4:6-42).
Los que venían a Él podían venir tal como
eran, incluso, dudando. Así fue con el padre del niño enfermo, a quien el Señor
le dijo: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible”. Entonces, “el padre
del muchacho, clamando, dijo con lágrimas: ¡Creo, Señor; ayuda mi
incredulidad!” (Mr.9:23-24, VM).
Él nunca rechazó a aquellos que se acercaron a
Él, aunque vinieran con una fe prestada (Mr.2:5).
Uno de los dos ladrones, en el Calvario,
tuvo un pequeño deseo sincero, se lo dijo al Señor y fue salvo. El publicano era
también un hombre deshonesto, pero con sinceridad reconoció su pecado y obtuvo
del Señor misericordia para ser declarado justo.
El Señor no exige ni siquiera la fe de los
pecadores para salvarlos (exigir tal cosa sería poner una valla imposible de
saltar). Basta un corazón sincero.
Era tanta la gracia que desplegaba el
Señor, que la gente era sanada con sólo tocar el borde de su manto. Así ocurrió
con la mujer enferma de flujo de sangre (Mt.9:20-22), y con una multitud en
Genesaret (Mt.14:36).
Basta que un pecador toque “el borde de su manto” y es salvo. Basta
entrar en contacto con Él, con su persona. No importa no saber teología, ni la
Biblia, ni saber orar. ¡Oh, sólo importa tocarle a Él, y ya el pecador es
salvo!.
Por tocarle, todos cuantos tenían plagas caían
sobre él, para que se cumpliesen las palabras del profeta: “Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó
nuestras dolencias.”
La hez de la sociedad fue favorecida por su
poder: los leprosos, los endemoniados de Gadara, los ciegos de junto al camino.
Los afligidos por largas y penosas enfermedades: la mujer con flujo de sangre,
el hombre de la mano seca, el muchacho lunático.
¡Cuánto amor derramado! ¡Cuánta gracia!
¡Oh, amoroso y bendito Señor!
Pero, ¿qué diremos de la más grande de sus
obras, sin la cual las demás no hubiesen bastado para redimir a los hombres y
sacarlos de la condenación?
¡Su muerte en la cruz, el justo por los
injustos para llevarnos a Dios!
¡Su muerte para reconciliarnos con Dios, y aún
más, para reconciliar todas las cosas con Dios!
Es esta una obra de tan vastos alcances que
en la presente era no estamos en condiciones de percibirla cabalmente.
Luego, su resurrección gloriosa y su gracia
al incluirnos a nosotros en ella; su victoria sobre la muerte, que es la base
de todas nuestras victorias presentes y futuras.
¡Oh amor dulce, oh divina gracia salvadora, oh salvación bendita que viene por Jesucristo, oh gracia, oh verdad de Dios, cuán grandes son tus caminos de amor, Señor!
Tú puedes tener esa Gracia hoy.
Ven a la
Gracia de Dios y él te salvará y sanará tu corazón.
Oración al Padre:
Altísimo Padre Santo.
Reconozco que soy un pecador y que te he
ofendido. Me arrepiento de todos mis pecados. Te entrego hoy mi corazón. Cambia
mi vida Señor. Le abro la puerta a Jesucristo, tu Hijo amado, que murió y
resucitó de los muertos para salvarme. Límpiame y lávame con la Sangre preciosa
que Jesucristo derramó por mí en la cruz del calvario. Cámbiame y hazme la
persona que Tú quieres que sea de hoy en adelante. Gracias por escribir mi
nombre en el libro de la Vida, y gracias por regalarme la vida eterna.
En el nombre de tu Hijo amado Jesucristo.
Amén.
Aguasvivas.cl
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