Dos
hermanos del Señor según la carne fueron autores de sendas epístolas del Nuevo
Testamento, la de Santiago y la de Judas.
Santiago era considerado, además, en los
comienzos de la iglesia en Jerusalén, una de las columnas.
Sin embargo, éstos, sus hermanos, no
siempre creyeron en él.
Santiago (o Jacobo) era, al parecer, el segundo
hijo de María, el que seguía del Señor. Luego venían José, Judas y Simón.
Todos ellos compartían, junto a sus padres
y hermanas, las vicisitudes de una familia piadosa, pero normal. Tan normal debió de ser, que ellos no
reconocieron quién era de verdad su hermano mayor.
Cuando el Señor comienza su ministerio,
ellos se desconciertan. Le acompañan en algunos de sus viajes, pero tal parece
que no en calidad de discípulos (Jn. 2:12).
Y aunque María había presenciado hechos
portentosos en el nacimiento de su Hijo, seguramente no era creída. Juan, el
apóstol, dice de ellos: “Porque ni aún
sus hermanos creían en él.” (Jn. 7:5).
Ellos asumen entonces una conducta
errática. Unas veces van en su busca para traerle a casa, pensando que estaba
fuera de sí (Mr. 3:21); otras le dicen en son de burla que vaya a Judea, porque
“ninguno que procura darse a conocer hace
algo en secreto” (Jn. 7:4).
El hecho de que los habitantes de Nazaret
no creyeran en él era comprensible. Pero que su familia no creyera, eso sí era
asombroso además de doloroso.
Por eso, el Señor resume en una sola frase
toda su desazón: “No hay profeta sin
honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa” (Mr.
6:4).
Entonces, el vacío que dejan sus hermanos
lo ocupan, felices, todos aquellos que “hacen
la voluntad de Dios” (Mr. 3:35).
Sin embargo, en algún momento luego de la
muerte y resurrección del señor Jesucristo, ellos le ven tal como es, y al fin se unen a sus discípulos (Hch. 1:14).
Entonces, Jacobo puede decir de su hermano
y Señor una hermosa frase que borra todo un pasado de desprecio: “nuestro glorioso Señor Jesucristo”
(Stgo. 2:1).
Y entonces Judas puede decir en su
cortísima pero poderosa epístola: al
único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y
potencia, ahora y por todos los siglos. Amén. (Jud. 25).
Ahora el Señor Jesús es algo más que su
hermano: Ahora el Señor Jesús es el Rey de Reyes y Señor de la gloria.
Ahora ellos le conocen de verdad.
¡Bendiciones para todos!
Aguasvivas.cl
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