En diversos textos, la Biblia reconoce la existencia de dos hombres, Adán y Cristo, el terrenal y el celestial. El primer hombre representa el pecado, la desgracia, el fracaso del propósito de Dios con el hombre.
Pero, gracias a Dios por el «segundo hombre», por Jesucristo
hombre, porque Él fue un varón aprobado por Dios. De ellos se derivan dos
razas, dos familias, con dos orígenes distintos. Y una emerge de la otra. Todos
hemos nacido «en Adán», pero todos tenemos la oportunidad de «renacer en
Cristo».
En todos los creyentes hay estas dos naturalezas: la
terrenal y la celestial, el primer hombre y luego el segundo hombre. Pero los
terrenales estamos siendo transformados en celestiales, porque la aprobación de
Dios está sobre el segundo hombre.
En el Antiguo Testamento hay ejemplos emblemáticos de ello.
Abraham tuvo dos hijos: Ismael e Isaac. Ismael era el hijo de la esclava de
Abraham, y como tal, no pudo heredar las riquezas celestiales que representaba
Abraham. Isaac, en cambio, era hijo de «la libre», la anciana Sara. Isaac
representa a Cristo, nacido no según la carne de Abraham y su mujer, sino por
un milagro y por una promesa de Dios. Así, la naturaleza antigua (adánica) «se
burla» de la nueva naturaleza (como Ismael se burlaba de Isaac), le causa
molestia, no pueden convivir juntas, una debe ceder ante la otra. La carne debe
ceder ante el espíritu.
Semejante es la historia de Esaú y Jacob. El primero
menospreció su primogenitura y la vendió al segundo. Así, la bendición de Dios
estuvo una vez más sobre el segundo hombre. «A Jacob amé y a Esaú aborrecí»,
dijo Dios. Antes de morir el anciano Jacob, su hijo José –el segundo hombre más
grande de Egipto– trajo ante su moribundo padre a sus dos hijos para que los
bendijese. Jacob, con gran sensibilidad espiritual, bendijo al menor, Efraín,
por sobre el mayor, Manasés. Ante el reclamo de José, Jacob responde: «Lo sé,
hijo mío, lo sé, pero su hermano menor será más grande que él» (Gén. 48:13-19).
Una vez más se cumple el principio espiritual, el segundo llegará más lejos que
el primero.
La primera generación de israelitas que salieron de Egipto,
figura de la carne, de la naturaleza adánica de la cual hay que despojarse,
desapareció toda en el desierto, excepto Josué y Caleb. La segunda generación,
en cambio –figura del segundo hombre y figura de la resurrección– va mucho más
lejos, toma posesión de la buena tierra y agrada el corazón de Dios.
Más tarde, Saúl, el primer rey de Israel, que representa la
rebeldía y la obstinación, fracasa estrepitosamente. Luego se levantará David,
tipo de Cristo y antecesor en su linaje, un hombre quebrantado y sometido que
llora muchas veces en presencia de su Dios. Este segundo hombre, sin ser
perfecto, se humilló ante su Dios y vino a ser un tipo de Cristo. Una vez más
Dios bendice y se agrada del «segundo hombre».
Debemos cuidar, amados, no estar todavía enredados en las
marañas del primer hombre, sino gozando de los frutos de la vida celestial
conforme a la imagen del Segundo Hombre: Cristo.
Dios los bendiga.
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