domingo, 6 de julio de 2008

La compasión sin límite de Cristo


“Y al salir Él vio una gran multitud y tuvo compasión de ellos y sanó a los que de ellos estaban enfermos.”

(Mateo 14:4).



Jesús fue movido a compasión; en este versículo vemos que después que los discípulos de Juan el Bautista le dijeron que su maestro había sido decapitado, Jesús se fue a un lugar desierto y que la multitud le siguió y que Él, al ver la multitud, «tuvo compasión de ellos» y sanó a sus enfermos.


Si Jesús estuviera esta noche aquí, de pie, en mi lugar, su corazón también se compadecería al mirar porque Él, al observar vuestro rostro podría ver las cargas, tribulaciones y aflicciones que tenéis que llevar.


Están escondidas a mis ojos, pero Él las conoce y por ello, cuando las multitudes se aglomeraban a su alrededor, Él sabía cuántos había allí con el corazón dolorido y el cuerpo quebrantado.


Pero Él está aquí esta noche, aunque no le podemos ver con los ojos del cuerpo y no hay pena ni tribulación que alguien esté sufriendo que el no conozca, y Él es el mismo esta noche que cuando estaba sobre la tierra; el mismo Jesús, el mismo Jesús compasivo.


Cuando vio la multitud tuvo compasión de ellos y sanó a sus enfermos, y espero que Él va a sanar a muchas almas enfermas aquí y va a restañar muchas heridas y vendar muchos corazones. Y dejadme decir al empezar el sermón que no hay corazón magullado del que el Hijo de Dios se compadezca y sane si se le da oportunidad. «No quebrará la caña cascada ni apagará el pabilo que humea.» Él vino al mundo para traer misericordia, gozo, compasión y amor.


Si yo fuera un artista me gustaría bosquejar algunas escenas bíblicas esta noche y poner delante de vosotros esta gran multitud de la cual Él tuvo compasión. Y luego dibujaría otro apunte del leproso que se le acerca, lleno de manchas y costras, de pies a cabeza.


Aquí hay un hombre a quien han echado de su casa, que ha sido abandonado por sus amigos, que va a Jesús con su historia desgraciada y triste. Y ahora, amigos, permitidme que hagamos vívidas las historias de la Biblia porque son todas reales.


Pensemos en el leproso. Pensemos en lo mucho que ha sufrido. No sé cuántos años hace que está alejado de su esposa, hijos y hogar, pero sí sé que vive solo. Lleva puesto un vestido especial, como un sambenito, para que todo el que se le acerca se dé cuenta de que es inmundo.


Y cuando él veía a alguno tenía que advertirle, gritando: «¡Inmundo! ¡Inmundo! ¡Inmundo!» Sí, y si su propia esposa hubiera ido a decirle que uno de los hijos estaba muriéndose el leproso no se habría atrevido a acercarse a ella; tenía la obligación de apartarse.


Tenía que escuchar a los demás desde cierta distancia y no podía estar presente en los últimos momentos de su hijo. Era, por así decirlo, un hediondo cadáver vivo; algo peor que la muerte. Y aquí tenemos a este hombre, un desecho, un paria, hacia el cual no se extendía una mano amiga. ¡Oh, qué vida tan terrible Pensemos luego en que se está acercando a Cristo y que cuando Cristo le ve se nos dice: tuvo compasión de él.


El corazón de Jesús latía al unísono con el del pobre leproso: tuvo compasión de él y el leproso se acercó a Jesús y dijo: «Señor, si quieres puedes limpiarme.» Sabía que nadie podía hacer una cosa semejante excepto el mismo Hijo de Dios y el gran corazón de Cristo fue movido a compasión por el leproso. Oigamos las palabras de gracia que salen de los labios de Jesús: « ¡Quiero; sé limpio!», y el leproso se mira y se ve limpio en aquel mismo instante.


Veámosle ahora camino de su casa y de sus hijos y amigos. Ya no es un paria, algo asqueroso, afectado por la terrible enfermedad de la lepra, sino que vuelve a los suyos con regocijo. Ahora bien, amigos, podéis decir que os produce lástima un hombre cuyas condiciones son tan tristes, pero ¿se os ha ocurrido alguna vez que vosotros estáis en condiciones mil veces peores?


La lepra del alma es mucho peor que la lepra del cuerpo. Y preferiría mil veces tener el cuerpo lleno de lepra que ir al infierno con el alma llena de pecado. Sería mucho mejor que me cortaran una mano o que se me secara un pie y que me quedara ciego todos los días de mi vida a ser expulsado de la presencia de Dios a causa de la lepra del pecado.


Escucha los gemidos y la agonía que llena este mundo a causa del pecado. Si eres un alma enferma del pecado, llena de lepra, tu que estás aquí esta noche, si vienes a Cristo, Él tendrá compasión de ti y te dirá como dijo a este leproso: «Quiero, sé limpio.»


El muerto resucitado


Vayamos ahora al siguiente cuadro que representa a Jesús movido a compasión. Ved esta casita. En ella vive una pobre viuda. Quizás hace unos meses que enterraron a su marido y ahora sólo tiene un hijo. ¡Cómo le idolatra! Confía en que va a ser el apoyo y sostén de su edad avanzada. Le ama más que su propia sangre y vida.


Pero mirad, la enfermedad entra en la casa y la muerte viene y pone su mano helada sobre el muchacho. Podéis ver a la madre, viuda, velándole día y noche, pero al fin los ojos del enfermo se cierran y su dulce voz es apagada para siempre. Por lo menos así lo piensa ella. No va a oírle más una vez lo hayan enterrado. Ha llegado la hora del entierro.


Muchos habéis estado en una casa que en que hay luto y habéis acompañado, con los amigos, el cadáver a la tumba, y dais una mirada a la persona amada por última vez. No hay ninguno aquí que no haya perdido algún deudo suyo.


Nunca he ido a un entierro y visto a una madre dando el último adiós a un hijo muerto sin que haya sentido un dardo que me penetraba el corazón o haya podido retener las lágrimas ante una vista semejante. Bien, la madre da el último beso a la frente fría; el último beso y la última mirada, y el cuerpo, tapado, en el ataúd, va a ser puesto en su lugar definitivo.


La madre tiene muchos amigos. La ciudad de Naín asistía en masa a este entierro. Veo la multitud que se empuja hacia las puertas de la ciudad, y más lejos, acercándose por el camino polvoriento veo a trece hombres, cansados, que se hacen a un lado para dejar paso a la comitiva. El grupo lo forman el Hijo de Dios y sus discípulos íntimos.


Jesús mira la escena, ve la madre sollozando, abrumada, con el corazón hecho trizas, y Él mismo siente que se le conmueve el corazón. Sí, el gran corazón del Hijo de Dios tiene compasión y se acerca al féretro, lo toca y dice:«Joven a ti te digo, levántate»


Y el muchacho se incorpora y empieza a hablar. Puedo ver a la multitud atónita; puedo ver a la viuda, madre del chico, que regresa a su casa con los rayos matutinos de la resurrección brillando en su corazón. Sí, Jesús había tenido compasión de ella. Y no hay viuda en esta sala a cuya voz Cristo no responda dándole paz en sus tormentas.


Oh, queridos amigos, permitidme que diga que si vuestro corazón está dolorido necesitáis a un amigo como Jesús. Él es el amigo que necesita la viuda; Él es el amigo que todo corazón que sangra necesita; Él tendrá compasión de ti y vendará tus heridas si quieres acudir a Él tal como te encuentras.


Él te recibirá sin reprenderte ni disciplinarse en su amoroso seno y te dirá: «Paz a ti», y andarás a la luz del sol de su amor a partir de este momento. Cristo vale más que todo el mundo junto. Él es el amigo que necesitas y ruego a Dios que cada uno de vosotros pueda conocerle en este momento como Salvador y amigo.


El hombre a quien robaron y maltrataron


El cuadro siguiente que voy a bosquejar para ilustrar la compasión de Cristo es el del hombre que desciende a Jericó y cae en manos de ladrones. Le han quitado el manto y el dinero que llevaba; le han apaleado y le han dejado medio muerto. Miradle, herido, sangrante, sin conocimiento. Y ved ahora por el camino un sacerdote que pasa y da una mirada a la escena.


No siente compasión ni deseo alguno de ayudar al pobre hombre. Pasa de largo por el otro lado del camino sin acercarse demasiado. Después de este sacerdote viene un levita, el cual dice: «Pobre hombre.» No, tampoco hace nada por él. ¡Ay, son muchos los que obran como el sacerdote y el levita!


Quizás algunos, al venir a esta sala, habéis visto algún borracho tambaleándose por la calle y habéis dicho simplemente: «Pobre desgraciado», si no es que os habéis reído de alguna necedad que ha dicho o hecho el desgraciado.


Nosotros somos muy diferentes del Hijo de Dios. Al fin pasa un samaritano y da una mirada al herido y siente compasión de él. Se apea del asno y tomando aceite lo vierte sobre las heridas, se las venda y lo saca de la cuneta, lo coloca sobre su bestia y se lo lleva al mesón, donde dispone lo que hay que hacer para su cuidado. Este buen samaritano representa a vuestro Cristo y al mío. Vino al mundo para buscar y salvar lo que se había perdido


Joven, tú has venido a aquí y has acabado juntándote con malas compañías. Has ido con ellos a lugares de vicio y tabernas y te han dejado mal herido y sangrando. ¡Oh, ven esta noche al Hijo de Dios y Él va a tener compasión de ti y te sacará de esta inmundicia y te transformará elevándote a su reino y llevándote a las alturas de su gloria si se lo permites.


No importa quién seas; no importa cuál haya sido tu vida pasada. Como dijo Jesús a la pobre mujer adúltera: «Ni yo te condeno; vete y no peques más.» Jesús tuvo compasión de ella y tiene compasión de ti. Este hombre que desciende de Jerusalén a Jericó representa a millares aquí en esta ciudad, y este buen samaritano representa al Hijo de Dios.


Joven, Jesucristo ha puesto su corazón para salvarte. ¿Quieres recibir su amor y compasión? No albergues pensamientos duros acerca del Hijo de Dios. No creas que te condena. Ha venido para salvarte.


El Hijo pródigo


Pero me gustaría pintar otro cuadro, otra escena, la del joven que se marchó de su casa, que encontramos en el capítulo quince de Lucas; un hijo ingrato que pidió a su padre la parte de la herencia que le correspondía ya antes de tener derecho a ella; la quería al instante. Le dijo a su padre: «Dame la parte de la hacienda que me corresponde», y su buen padre le dio su parte y él se marchó.


Ahora le vemos que emprende su camino, lleno de orgullo, arrogante, y empieza a vivir con todo despilfarro en un país extranjero. ¿Cuántos habéis venido a esta ciudad para malgastar el dinero? Sí, y este joven fue popular en tanto que tuvo dinero. Sus amigos duraron lo mismo que el dinero.


En tanto lo tiene paga la cuenta en la taberna y todos sus compinches le dan el parabien y palmaditas a la espalda. ¡Qué locura! Pero ido el dinero se terminaron los amigos. ¡Oh, los que servís al diablo tenéis a un amo muy duro! Bien, cuando el dinero del hijo pródigo hubo desaparecido sus amigos se rieron de él y le llamaron necio, lo cual era una gran verdad.


¡Qué ciego y equivocado estaba este joven! Mirad lo que se perdió. Perdió el hogar de su padre, mesa y comida, la reputación, el confort y su trabajo, aunque más adelante consiguió otro en aquel país apacentando cerdos. Éste era un negocio ilegítimo para él, no le correspondía hacerlo. Y esto es lo que hace el que se vuelve atrás; está a sueldo del diablo.


Ha perdido el tiempo y su reputación. Nadie tiene confianza en uno que se vuelve atrás, porque incluso el mundo desprecia a los tales. Este hombre no tiene ya reputación. Miradle entre los cerdos. Un día pasa uno en aquel país extraño y viéndole dice: «¿Qué hace este desgraciado, sin calzado, medio desnudo, vigilando cerdos?» «Ah», dice el pródigo, «no hables de mí de esta manera. Mi padre es rico y sus criados van mejor vestidos que tú»

-«¡Qué va! », dice el otro. «Si tuvieras un padre tal como describes estoy seguro que no te reconocería.» Y nadie quería creerle.


Ha perdido su testimonio


Nadie da crédito ni cree a uno que se hace atrás. Si habla del goce que ha tenido con el Señor nadie le cree. ¡Oh, desgraciado, me das lástima! Sería mejor que regresaras al hogar. Por lo menos el pobre hijo pródigo volvió en sí y dijo: «Me levantaré e iré a mi padre», y lo hace y se pone en marcha. Miradle por el camino, pálido, hambriento, con la cabeza gacha, sin fuerzas y quizás enfermo.


Nadie puede reconocerle como no sea su padre. Pero el amor tiene una vista como un lince para distinguir su objetivo. El anciano ha estado esperándole. Podemos verle muchas noches en el terrado mirando en lontananza por si le ve de lejos.


Muchas noches ha estado orando a Dios, pidiendo que su hijo pródigo regrese. Todos los que le han hablado de él en aquel país extranjero le han dicho que el chico avanza rápidamente hacia su ruina total. El anciano pasa mucho tiempo orando por él y al fin su fe empieza a vigorizarse y dice: «Creo que Dios va a enviarme a mi hijo y un día ve, desde lejos, al hijo perdido, pero ahora hallado.


No le reconoce por el vestido, pero sí por el paso y el porte y se dice: « Sí, éste es mi hijo.» Ved cómo el padre baja rápido las escaleras, cómo se precipita hacia el camino, cómo corre. ¡Ah!, es, podríamos decir, lo mismo que hace Dios. Muchas veces el Dios de la Biblia es representado apresurándose, corriendo; tiene gran prisa para recibir al que se ha hecho atrás.


Sí, el anciano está corriendo, ve de lejos a su hijo y tiene compasión de él. El muchacho quiere contarle la historia de lo que ha hecho y dónde ha estado y el padre quiere oírle; su corazón está lleno de compasión y lo abraza en su seno.


El muchacho quiere entrar y quedarse en la cocina con los sirvientes, pero el padre no le deja. ¡No!, manda a los criados que le pongan zapatos en los pies y anillo en el dedo y que maten el becerro gordo y hagan todos una fiesta.


El hijo pródigo ha vuelto al hogar, el que se había hecho atrás ha regresado. ¡Oh, tú que te has vuelto atrás vuele al hogar y habrá gozo en tu corazón y en el corazón de Dios! ¡Que Dios haga que regresen al hogar todos los que se han hecho atrás presentes aquí esta noche y que lo hagan hoy mismo.


Di como dijo el pródigo: «Me levantaré e iré a mi padre» y yo, bajo la autoridad de Dios, te digo que Él te recibirá, borrará todos tus pecados y te restaurará a su amor y volverás a andar a la luz de su rostro después de la reconciliación.


Amén.


(Sermón de D.L. Moody)


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