jueves, 18 de junio de 2015

Entre la muerte y la resurrección






La cruz está en el punto exacto de intersección entre estos dos polos. Si no hay cruz, no hay muerte ni resurrección.

Nadie puede ser un verdadero siervo de Dios sin conocer el significado de la muerte y de la resurrección.

Y esta es una verdad fundamental que tuvo su aplicación en nuestro Señor Jesús y en sus apóstoles.

El Señor Jesús

Antes de comenzar su ministerio público, el Señor Jesús fue bautizado. Por supuesto, no lo hizo porque tuviera algún pecado o algo de lo cual necesitara limpiarse. El bautismo del Señor Jesús tiene un significado simbólico que apunta justamente a la muerte y la resurrección.

El Señor Jesús no conoció pecado, sin embargo, en cuanto se hizo Hombre, Él tuvo una voluntad independiente de la del Padre.

En la expresión: “He venido, no para hacer mi voluntad sino la de mi Padre”, hallamos estas dos voluntades claramente diferenciadas. Él tenía su propia voluntad (no he venido para hacer mi voluntad…); y el Padre tiene la Suya (…sino la de mi Padre.)


El Señor Jesús podía hacer su propia voluntad si así lo hubiese querido, pero no lo hizo, sino que prefirió hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2:8).

Nunca hizo su voluntad, pero estaba en condición de hacerla, porque como Hombre, Jesús tenía su propia Personalidad.

De manera que el bautismo del Señor Jesús nos habla de muerte, de la muerte del yo a los deseos de la carne, a la expresión de la voluntad propia para vivir de ahí en adelante bajo el principio de una voluntad distinta: la bendita voluntad del Padre.

La Biblia dice que después del bautismo Satanás vino a tentarle. Y en la tentación atacó este mismo principio fundamental. “Si eres Hijo de Dios …” le dijo Satanás, para luego pedirle que lo demostrara con algunos hechos concretos.

El Señor Jesús estaba revestido de un manto de legitimidad, porque estaba bajo la potestad del Señor: él podía transformar piedras en pan, podía lanzarse sin daño desde el pináculo del templo, y podía recibir los reinos del mundo, porque era el Hijo de Dios.

Sin embargo, hacerlo habría significado obrar desde sí mismo y no por voluntad del Padre. Hacerlo habría implicado infringir el mismo principio que recientemente había establecido con su bautismo.

El Señor Jesús, a diferencia de Adán y Eva, no cayó en la trampa que Satanás le tendió. Su proceder confirmó –como lo hizo durante todo su ministerio– las palabras que Él mismo enseñó: “El Hijo no puede hacer nada de sí mismo” (o “que sale de sí mismo”).
Toda la obra que hizo el Señor Jesús sobre la tierra fue una total y absoluta negación a la vida natural. Todo lo que Él hizo lo efectuó sobre la base del principio de la muerte y de la resurrección.

Ahora bien, si esto fue así con Él, ¿cuánto más ha de serlo con nosotros?

Pablo

En Filipenses capítulo 3 encontramos la amplia dotación natural que poseía el apóstol Pablo como siervo y como creyente.

Siete elementos contiene ese listado, que podríamos denominar el “currículum” de Pablo en cuanto a la carne.

Sin embargo, al final de esa prolífica enumeración, él dice: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo … a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte.” (Fil. 7-8,10).

Sólo la cruz obrando radicalmente en Pablo podía hacer que él desconfiara de tal manera en sus dotes, al extremo de decir, como dice en otro lugar: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor, y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras de humana sabiduría, sino con demostración del espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.” (1 Corintios 2:2-5).

¿Por qué es Pablo tan radical en su juicio contra estas cosas que procedían de la vida natural, de la vida anímica?

El problema de los afectos

El alma es el asiento de los afectos, y muchas veces ocurre que nuestras decisiones están influidas por ellos, apartándonos de la voluntad de Dios.

Por eso el Señor dijo a los que le seguían: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.” (Mateo 10:37-38).

Aquí el camino de la cruz es señalado como el camino normal para los que siguen a Jesús.

Luego, en el mismo pasaje, Cristo agrega: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.” (10:39).

La palabra “vida” aquí es “psyche” en el griego original, la cual significa “alma” también; por tanto, este versículo nos habla acerca de salvar o perder nuestra alma, más exactamente, la vida del alma, los deseos o apetitos del alma.

Perder el alma aquí significa, entonces, renunciar a lo que el alma busca o anhela a diario, aunque para nosotros, como seres humanos sea un afecto perfectamente legítimo.

El deseo de conservación

Cuando el Señor anuncia a los discípulos su próxima muerte, Pedro, en su amor por el Señor, interviene para tratar de evitar que eso ocurra.

Pero el Señor le contesta con la misma firmeza con que le contestaría a Satanás. (Marcos 8:31-37).  Luego agrega: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará.”

Aquí hallamos otro de los anhelos del alma: el afán de conservación.

Hay algo en el alma que grita por sobrevivir, por sustraerse a la muerte. Para evitarlo, suele echar mano a buenas y poderosas razones, a todos los resquicios imaginables.

Ciertamente, ella estará dispuesta a cualquier otro sacrificio con tal de no morir, pero la voluntad de Dios pasa indefectiblemente por la cruz.

El deseo de Pedro era sin duda un buen deseo, pero no concordaba con la voluntad de Dios; tenía una procedencia extraña, que no agradó al Señor. Y es que los gemidos de la carne no tocan el corazón de Dios, ni pueden hacer variar su propósito.

Muchas cosas buenas tienen este mismo origen, aun en la propia obra de Dios, por tanto, son inservibles, y deben ir a la cruz.

¿Dónde está el corazón?

En (Lucas 17:26-36) tenemos un pasaje muy ilustrativo sobre el problema de los afectos del alma.

Allí hallamos una descripción del tiempo previo al arrebatamiento de los creyentes, que se asemeja a los días de Noé y de Lot.

Los (vv, 32 y 33) dicen: “Acordaos de la mujer de Lot. Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará.”

Como sabemos, la mujer de Lot se volvió estatua de sal en el momento en que ella miró hacia atrás.

¿Qué significa esa mirada de la mujer?

Esa mirada demostró dónde estaba el corazón de ella a la hora de ser arrebatada del juicio sobre Sodoma.

Esa mirada es una advertencia para los que vivimos en los días previos a la venida del Señor.

¿Dónde está nuestro corazón? ¿Dónde está el tesoro de nuestro corazón?

En la tierra puede que haya muchas cosas preciosas que nos aten, y que tengan subyugado el corazón. Si es así, a la hora que Dios nos llame para hacer su voluntad, no estaremos en condiciones de seguirle.

Entonces, la cruz tiene que operar en nosotros una verdadera y radical separación espiritual que nos libre de todo y de todos, excepto del Señor mismo.

La vida escondida

El Señor ha puesto su preciosa vida dentro de nosotros. Ella tiene el potencial de bendecir a muchos tal como lo ha hecho con nosotros.

Sin embargo, parece que está constreñida dentro de gruesas paredes en nuestro corazón. ¿Qué sucede?

El Señor dijo que el grano de trigo tiene que morir para que la vida contenida adentro pueda salir y dar nacimiento a otros (Juan 12:24-25).

La dura corteza de nuestra alma a veces impide que la vida de Dios se manifieste tal como el Padre anhela, para bendecir a muchos.

Por eso tenemos que morir a nuestros propios deseos, negarnos a obrar por nuestras facultades o nuestra fuerza, para que la vida divina pueda fluir desde nosotros hacia otros.

Los padecimientos de la cruz resquebrajarán la corteza y liberarán la preciosa vida de Dios.

La cruz es la que hace posible que esta obra se realice. Y el Apóstol lo explica hermosamente: “Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida.” (2 Corintios 4:11-12).

La noche oscura del alma

Pero hay algo mucho más profundo aun que lo que hemos venido diciendo. Se trata de una experiencia decisiva: Es la vara de almendro de Aarón, que pasó una noche entera ante el tabernáculo en el desierto antes de reverdecer (Números cap.17).

En aquella ocasión, el pueblo puso en duda si el ministerio de Aarón había sido ordenado por Dios.

Entonces el Señor dispone que las varas lo digan con su propio lenguaje.

Se ponen doce varas muertas frente al santuario, y quedan allí toda la noche. Por la mañana, el pueblo supo perfectamente a quién Dios había escogido, porque la vara de Aarón reverdeció, floreció, dio brotes y dio frutos.

¿Qué significa esta alegoría?

Significa que es la muerte y la resurrección lo que caracteriza un ministerio venido de Dios.

Veamos en qué consiste esta muerte

En la vida de todo siervo de Dios que se ha puesto en sus manos para hacer su voluntad hay una crisis que afectará profundamente todo su caminar posterior.

Es un tiempo –una noche que puede durar meses o años– en que todo el antiguo frescor desaparece, en que las fuerzas que nos caracterizaban se agotan, en que somos tocados en nuestro “muslo” hasta descoyuntarnos. (Gén.32:25). Aunque nada parece suceder entonces.

En ese tiempo, Dios nos demuestra que nuestro amor y nuestro celo por Él eran más aparentes que reales, que la consagración de que nos gloriábamos era un vano intento por sobresalir de los demás (o algo por el estilo), que los recursos usados eran nuestros y no de Dios; que, en fin, todo lo que constituía nuestra justicia delante de los hombres estaba corrompida, por lo cual todo se viene abajo estrepitosamente.

Pero hay más. Sentiremos incluso que Dios nos abandonó, que los hermanos nos abandonaron, y que hemos venido a ser objeto de oprobio y de vergüenza de todos.

Sentiremos que los demás son bendecidos, y que nosotros no lo somos.

Sentiremos que todo se ha perdido. Que nada ha permanecido en pie. Esta es la noche oscura del alma. Es el mismísimo sabor frío y taladrante de la muerte.

La mañana de resurrección

Pero, aunque sea larga la noche, y oscura, y fría, la resurrección vendrá. Sin duda alguna. (Sólo que suele tardar más de lo que hubiéramos imaginado).

Y al final de ella, se verá de nuevo al luz, y las cosas que se perdieron tan dolorosamente serán devueltas, con mayor gloria. ¡Aleluya! ¡Grandes son las misericordias de Dios!

Sólo quienes han vivido todo esto pueden después decir, junto con Pablo, “porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Filipenses 3:3).

Entretanto, mientras estamos pasando por la noche oscura, o sea que ya estemos del otro lado, conviene que nos inclinemos ante Dios como un junco, o como una caña cascada.

Si estamos aún allá, puede ser que, si le place, se acorte el tiempo de nuestra restauración.

Pero, sea como fuere, veamos esto: el objetivo de Dios es limpiarnos de lo nuestro, para que se establezca en nosotros lo mejor, lo que proviene de Cristo.

¡Bendito es el propósito de Dios para con nosotros!

¡Bendita es la obra de la cruz que la lleva a cabo!

¡Bendiciones para todos!





Aguasvivas.cl

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